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El estremecedor drama de un grupo de migrantes africanos que perdió la vida en su intento por llegar a Europa


La imagen se coló en los hogares españoles hace tres meses: cientos de cuerpos amontonados en uno de los pasos fronterizos que separan Nador de Melilla. Muchos ciudadanos se quedaron sobrecogidos con los vídeos de 1.600 personas golpeadas en un intento masivo de llegar a Europa. LaSexta ha viajado a Melilla para reconstruir la historia de cuatro de esas víctimas a través de los testimonios de familiares y amigos que sí lograron cruzar. 23 personas perdieron la vida, según las autoridades marroquíes (40 según algunas ONGs como Caminando Fronteras). Más de 70 siguen desaparecidas. Más allá de las cifras, en un reporte de Sergio Illescas en LaSexta, se ha puesto nombre a 'Los Nadie'.

LaSexta se reunió con sus compañeros en un descampado en Melilla, entre el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) y un lujoso campo de golf situado junto a la valla. Un reflejo perfecto del primer y tercer mundo. Cuentan sus historias personales, los sueños con los que empezaron su viaje rumbo a Europa. Una ruta repleta de peligros, torturas y miseria.


En agosto de 2020, en la puerta de la vivienda que compartían en Yamena, capital del Chad, Mohamed Salah le comentó a su primo Moustapha Ali Ibrahim su idea de cruzar a Europa en busca de una vida mejor. Salah había llegado a la ciudad en 2014, dejando atrás el municipio de Moundou, donde vivía con seis hermanos en una casa alquilada que apenas podían pagar. En Moundou se dedicaba a la agricultura. Su vida era humilde. Hasta que no llegó a Yamena no tuvo oportunidad de aprender a leer y a escribir, lo que le ayudó a buscarse la vida vendiendo ropa en mercadillos. Pero eran empleos demasiado efímeros y las oportunidades escaseaban. Sobre todo, teniendo en cuenta la inestabilidad del país, gobernado en ese momento por el militar Idriss Déby, que durante treinta años mantuvo un sistema dictatorial y represivo. En 2021 el tirano murió en combate contra fuerzas rebeldes y el poder lo ocupó su hijo, Mahamat Idriss Déby, que mantiene su estela política y en cuyo nombramiento estuvo el propio presidente francés, Emmanuel Macron.

"Vivir en un sistema dictatorial en el que no te puedes expresar, en el que ves que no tienes futuro y en el que cuando sales a la calle a manifestarte te juegas la vida mientras desde Occidente además se le está dando apoyo, te hace repensar muchas cosas; mirar hacia otros horizontes", explica el analista internacional Sani Ladan. Y eso precisamente fue lo que le pasó a Moustapha cuando le respondió a su primo, sin dudarlo un segundo, que lo acompañaría en el viaje.

LaSexta habló dos años después con Moustapha en Melilla. Él fue uno de los 133 migrantes que lograron cruzar a España en ese salto masivo del pasado junio. Mohamed, en cambio, no tuvo la misma suerte. Lo primero que destaca de su primo es el sentido del humor que tenía. Hacía bromas hasta con los problemas con los que se podían encontrar en el viaje. "Me decía que si lo intentábamos por mar, desde Libia a Italia, seguro que nos iba a tocar pagar 3.000 euros y los mismos tíos que nos metían en la patera, llamarían a los guardacostas para que nos apresaran. Dirían: 'Ya tienes a estos dos tontos aquí. No, primo, tenemos que ir por tierra'", recuerda este chadiano.

Ocho meses antes de que empezara el viaje de Moustapha y Mohamed, Bishara Ibrahim Idriss salía del campamento de refugiados de Nyala, en Darfur, acompañado también de su primo: Mohamed Faisal, al que LaSexta conoció el pasado mes de julio en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Melilla.

Ibrahim Idriss solo tenía 14 años cuando emprendió la ruta rumbo a Europa. Estudiaba secundaria en Darfur pero los conflictos armados frenaron las clases y sus oportunidades. La principal característica de este joven, según detalla su primo, era lo callado y triste que estaba siempre. "Era muy normal verlo sentado solo durante el viaje, sin apenas hablar con nadie". Quizá, precisa Faisal, tenía algo que ver que cuando abandonaron el campamento su madre sufría cáncer. Lo que sí que tenía era un sueño: ser fotógrafo. "Quería volver a nuestro país a hacer fotos de las zonas de guerra y mostrarle al mundo lo que estaba pasando allí. También le hacía ilusión fotografiar un árbol grande que le recordaba a su infancia", cuenta su primo. Ambos fueron otros dos de los protagonistas del famoso y reciente salto en Melilla.

El sudanés Mohamed Sandal conoció a su paisano Myasar Abdelkarim en el periférico barrio de Takadoum de Rabat (Marruecos) Llegaron a compartir un pequeño piso en el que, junto a otros subsaharianos, se escondían de los gendarmes y los paramilitares marroquíes para que no los detuvieran. "Es muy complicado tener un momento normal o alegre en Marruecos. En el tiempo que estuvimos en Rabat no fuimos ni a un parque porque teníamos miedo", recuerda Sandal desde el CETI de Melilla. "Yo le decía que tenía que conseguir un papel de asilo para protegerse un poco". De Myasar subraya que, pese a los peligros que les acechaban, "era un chico muy tranquilo, pocas veces se alteraba".

Un café en Casablanca fue el lugar donde a Munder Sulaiman le presentaron a Abdul Rahim Abdul Latif, conocido como Hanin. Conectaron rápidamente porque ambos venían de la misma zona de Sudán: de Omdurman y Jartum (la capital), situadas a escasos kilómetros. A Hanin, nos dice Sulaiman, lo conocía todo el mundo, "era un tipo muy gracioso, con don de gentes, era un tipo muy apuesto y popular. Y estaba muy fuerte, pasaba mucho tiempo en el gimnasio", destaca. Con esa fortaleza aguantó meses malviviendo en las calles de Marruecos hasta que llegó el momento de tratar de cruzar por el paso fronterizo del Barrio Chino de Nador.

La aventura de Mohamed Salah y su primo Moustapha Ali Ibrahim arrancó el 1 de septiembre de 2020. Primero cruzaron la frontera del norte del Chad con el sur de Libia, y para atravesar el desierto que les separaba de Trípoli, su primer destino, contrataron a unos guías locales que aseguraban conocer el terreno.

Al llegar a Bani Walid, a 250 kilómetros de la capital, les explicaron que harían una parada para recoger gente. Los metieron en una pequeña habitación de una vivienda y les pidieron que esperaran allí. "Pero en vez de otros migrantes, llegaron unos señores con barbas largas y kaláshnikov. Nos dijeron que fuéramos poniéndonos en contacto con nuestras familias para que reunieran 1.500 euros por cada uno de nosotros, porque si no pagamos, no saldríamos de allí", indica Moustapha, que pasó en ese pequeño habitáculo con su primo la friolera de 4 meses.

"Nos daban solo un plato de macarrones al día y palizas por la noche… Aún así, mi primo, era muy protestón y se pasaba los días gritándoles que no teníamos dinero para pagarles, que no podían tenernos allí encerrados. Como castigo, lo desnudaban, lo ataban de pies y manos, prendían una botella de plástico y derramaban la sustancia derretida por su espalda", relata.

Libia es un auténtico infierno para los migrantes que pasan por ahí, nos explica el analista Sani Ladan. Sobre todo Trípoli. La inestabilidad de este "estado fallido", tras el derrocamiento de Mohammad Gadafi, ha llevado a algunos milicianos a dedicarse a lo que él denomina 'la caza del migrante'. "Salen a cazarlos por la noche, los meten en tarquinas y les hacen pedir dinero a sus familias… O los venden como si fueran ganado en algunos mercados. Es demencial", manifiesta. "Tampoco olvidemos que desde el gobierno Italiano se hacen aportaciones económicas a Libia para que, entre comillas, frenen la migración. A veces son los propios guardacostas los que fletan pateras con migrantes, para después frenarlas. De alguna manera tienen que justificar que hacen su trabajo y que el dinero está bien invertido. Al final es como un pez que se muerde la cola. Muchos países europeos invierten en países norteafricanos para que les hagan el trabajo sucio, ese trabajo que se suele pasar por alto los derechos humanos, un trabajo cruel e inhumano", añade.

Bishara Ibrahim Idriss y su primo Mohamed Faisal también pasaron por el infierno libio. Fueron arrestados más de cuatro veces. "No respetaban que fueras menor de edad. Llegamos a hablar con la delegación de la ONU en Trípoli tras el primero de los secuestros. Les decíamos que necesitábamos ayuda, que no teníamos ni para comer, ni dónde dormir, ni ningún tipo de recurso económico. Nos prometían una cita que nunca llegaba y, en esas esperas, nos volvían a encarcelar", destaca Faisal.

Así estuvieron año y medio. Incluso llegaron a intentar cruzar a Italia en una patera pero la guardia costera los detuvo. Cuando consiguieron el dinero suficiente para atravesar Argelia y Marruecos, su aventura no fue mucho más agradable. Eran días de dormir a la intemperie y de evitar toparse con policías o militares. "A veces nos pillaban los mehanis y nos obligaban a que nos pegáramos entre nosotros. Si no lo hacíamos, nos enfrentábamos a que nos pegaran con palos", describe nuestro narrador con voz temblorosa. Fueron meses duros.

Intentaron varias veces cruzar la valla con España. Tanto por Nador como por Ceuta. Sin éxito. No desistieron aunque sabían que el precio que tenían que pagar si los cazaban sería enorme. "Te tienen 12 horas sin comer y luego te trasladan a un lugar fronterizo del sur de Marruecos como Chichaoua o Zawiya. Desde allí tienes que volver a empezar y estás deshidratado y hecho polvo". En mitad de estos vaivenes en Marruecos, se enteraron de que la madre de Bishara había muerto.

Mohamed Salah y Moustapha Ali Ibrahim tardaron siete meses en salir de Libia; cuatro para que su familia reuniera el dinero para pagar a sus captores a través de préstamos y la venta de lo poco que tenían -ganado, tierras, etc…- y tres para reponerlo trabajando. Tras esas jornadas laborales en fábricas, trataban de dormir dentro de las mismas naves. Ni se planteaban salir a la calle. Estaban aterrados por la idea de que volvieran a apresarlos. Para llegar a Argelia tuvieron que caminar 27 días. "Tomábamos solamente cous cous con un poco de agua, para poder sobrellevar el camino", dice Moustapha.

Trataban de pasar desapercibidos para las fuerzas de seguridad. Para cruzar a Marruecos tenían dos rutas: una corta de dos horas y una larga en la que daban un rodeo de más de dos días por pueblos fronterizos. En la corta les pilló la Policía argelina y les quitó el poco dinero que habían conseguido reunir para proseguir con su viaje. Vuelta al punto de partida. Les tocó intentar la ruta larga.

Cada día cientos de migrantes se someten a ese juego del ratón y el gato con la Policía y los militares. Muchos ciudadanos norteafricanos también les ponen palos en la rueda. Por ejemplo, Mohamed Sandal y Myasar Abdelkarim cogieron un autobús desde Rabat hasta Nador, y cuando quedaban 150 kilómetros, a la altura de Guercif, el conductor les dijo que se bajaran porque había un puesto fronterizo, que trataran de cruzarlo a pie, ya que así sería más fácil. "Nos aseguró que nos esperaría al otro lado, junto a una torre que podíamos ver desde el autobús. Cuando cruzamos y alcanzamos el punto de encuentro, vimos cómo el autobús pasaba por delante de nuestras narices, sin parar. Nos dejó tirados", detalla con tristeza Sandal.

El analista Sani Ladan considera que más allá de la corrupción policial, hay un problema que azota el norte de África: la negrofobia. "Mucha gente tiene interiorizado ese odio al negro. Yo he hecho también mi ruta y cuando llegabas a muchos pueblos de Marruecos, los niños te tiraban piedras. En muchos lugares forma parte del ADN", desarrolla.

Tras muchos meses de sufrimiento todos nuestros protagonistas alcanzaron los montes de Nador en los que se refugian miles de subsaharianos antes de dar el salto a la valla. Es la última parada del viaje. Destino Europa.


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